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domingo, 11 de mayo de 1997

VIAJE APOSTÓLICO A BEIRUT
CEREMONIA DE DESPEDIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II Domingo 11 de mayo de 1997

Señor presidente de la República:
1. Al concluir mi visita pastoral a su país, ha querido venir a despedirme con la delicadeza y el sentido de acogida que forman parte de la tradición libanesa. Deseo manifestarle, una vez más, mi gratitud por la acogida que me ha dispensado y por las medidas tomadas, que han favorecido el desarrollo de los diversos encuentros que he celebrado. Mi agradecimiento se extiende a las autoridades civiles y militares, a los responsables de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, por sus atenciones durante los dos días que he pasado en este hermoso país, tan cercano a mi corazón. Expreso, asimismo, mi viva gratitud y mi reconocimiento a los miembros de los servicios de seguridad, y a todos los voluntarios que, con generosidad, eficacia y discreción, han contribuido al éxito de mi visita.

2. A lo largo de las celebraciones y los diversos encuentros que he tenido, he constatado el profundo amor que los católicos libaneses y todos sus compatriotas sienten hacia su patria, así como su apego a su cultura y tradiciones. Se han mantenido fieles a su tierra y a su patrimonio en numerosas circunstancias, y siguen manifestando hoy esa misma fidelidad. Los exhorto a proseguir por ese camino, dando en esta región y en el mundo un ejemplo de convivencia entre las culturas y entre las religiones, en una sociedad donde todas las personas y las diferentes comunidades cuentan con igual consideración.

3. Antes de dejar vuestra tierra, renuevo mi llamamiento a las autoridades y a todo el pueblo libanés, para que se desarrolle un nuevo orden social, fundado en los valores morales esenciales, con el propósito de garantizar la prioridad de la persona y de los grupos humanos en la vida nacional y en las decisiones comunitarias; esa atención al hombre, que pertenece por naturaleza al alma libanesa, dará frutos de paz en el país y en la región. Exhorto a los dirigentes de las naciones a respetar el derecho internacional, particularmente en Oriente Medio, para que se garanticen la soberanía, la autonomía legítima y la seguridad de los Estados, y se respeten el derecho y las comprensibles aspiraciones de los pueblos.

A la vez que manifiesto mi aprecio por los esfuerzos de la comunidad internacional en la región, expreso mi deseo de que el proceso para buscar una paz justa y duradera siga siendo sostenido con decisión, valentía y coherencia. Asimismo, hago votos para que esos esfuerzos prosigan y se intensifiquen, a fin de sostener el crecimiento del país y el camino de los libaneses hacia una sociedad cada vez más democrática, en una plena independencia de sus instituciones y en el reconocimiento de sus fronteras, condiciones indispensables para garantizar su integridad. Pero nada se podrá lograr si no se comprometen todos los ciudadanos del país, cada uno realizando la parte que le corresponda, por el camino de la justicia, la equidad y la paz en la vida política, económica y social, así como en la participación en las responsabilidades dentro de la vida social.

4. Deseo expresar, una vez más, mi viva gratitud a los patriarcas, a los obispos libaneses, a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, así como a los laicos de la Iglesia católica, que han preparado con intensidad mi visita. A todos les he entregado la exhortación apostólica postsinodal, para que les sirva de guía y apoyo en su camino espiritual y en sus compromisos al lado de sus hermanos. Agradeciendo la acogida de los católicos libaneses, cuya vitalidad pastoral he podido apreciar, quisiera asegurarles mi afecto y mi profunda comunión espiritual, invitándolos a ser testigos misericordiosos del amor de Dios y mensajeros de paz y fraternidad.

Mi respetuoso saludo se dirige también a los líderes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales, a todos los cristianos de las demás confesiones y a los creyentes del islam, deseando que todos prosigan el diálogo religioso y la colaboración, para manifestar que las convicciones religiosas son fuente de fraternidad y para testimoniar que es posible una vida de convivencia, por amor a Dios, a sus hermanos y a su patria.

A través de usted, señor presidente, saludo y doy las gracias a todos los libaneses, formulándoles mis mejores deseos de paz y prosperidad. Que su nación, cuyos montes son como un faro en la costa, dé a los países de la región un testimonio de cohesión social y de buen entendimiento entre todos sus componentes culturales y religiosos.
Renovándole mi gratitud, invoco sobre todos sus compatriotas la abundancia de las bendiciones divinas.

VIAJE APOSTÓLICO A BEIRUT
SANTA MISA EN LA EXPLANADA DE LA PLAZA DE LOS MÁRTIRES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
Domingo 11 de mayo
 de 1997

1. Hoy, saludo al Líbano. Ya desde hace mucho tiempo deseaba venir a vosotros, y por muchas razones. He llegado, por fin, a vuestro país para concluir la Asamblea especial para el Líbano del Sínodo de los obispos. Hace casi dos años la Asamblea sinodal realizó sus trabajos en Roma. Pero su parte solemne, la publicación del documento postsinodal, tiene lugar ahora, aquí en el Líbano. Estas circunstancias me permiten estar en vuestra tierra por primera vez y manifestaros el amor que la Iglesia y la Sede apostólica sienten hacia vuestra nación y hacia todos los libaneses: hacia los católicos de los diversos ritos —maronita, melquita, armenio, caldeo, sirio y latino—, hacia los fieles que pertenecen a las demás Iglesias cristianas, así como a los musulmanes y drusos, que creen en el único Dios. Desde lo más profundo de mi corazón, os saludo a todos en esta circunstancia tan importante. Queremos ahora presentar a Dios los frutos del Sínodo para el Líbano.

Agradezco al señor cardenal Nasrallah Pierre Sfeir, patriarca maronita, las palabras de acogida que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Asimismo, doy las gracias a los cardenales que me acompañan: con su presencia ponen de relieve el afecto de la Sede apostólica hacia el Líbano. Saludo a los patriarcas y a los obispos presentes, al igual que a todas las personas que han tomado parte en los trabajos del Sínodo para el Líbano. Me alegra saludar a los patriarcas y a los ilustres representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales, en particular a los delegados fraternos que participaron en el Sínodo y que han querido asociarse a esta fiesta de sus hermanos católicos. Dirijo un cordial saludo también a las personalidades musulmanas y drusas. Con deferencia, expreso mi agradecimiento al señor presidente de la República, al señor presidente del Parlamento, al señor presidente del Consejo de ministros, así como a las autoridades del Estado por su presencia en esta celebración litúrgica.

2. En esta asamblea extraordinaria queremos declarar ante el mundo la importancia del Líbano, su misión histórica, realizada a través de los siglos. En efecto, país de numerosas confesiones religiosas, ha demostrado que estas diferentes confesiones pueden convivir en paz, en fraternidad y en colaboración; ha demostrado que se puede respetar el derecho de todo hombre a la libertad religiosa; que todos están unidos en el amor a esta patria que maduró en el curso de los siglos, conservando la herencia espiritual de los padres, especialmente del monje san Marón.

3. Nos encontramos en la región que los pies de Cristo, Salvador del mundo, pisaron hace dos mil años. La sagrada Escritura nos informa de que Jesús salió a predicar fuera de los límites de la Palestina de entonces, y visitó también el territorio de las diez ciudades de la Decápolis, en particular Tiro y Sidón, y que en ellas realizó milagros. Hermanos y hermanas libaneses, el Hijo mismo de Dios fue el primer evangelizador de vuestros antepasados. Se trata de un privilegio extraordinario.

Hablando de Tiro y Sidón, no puedo menos de mencionar los grandes sufrimientos que han padecido sus poblaciones. Hoy pido a Jesús que ponga fin a estos dolores y le imploro la gracia de una paz justa y definitiva en Oriente Medio, con el respeto de los derechos y las aspiraciones de todos.

Al escuchar el evangelio de hoy, que presenta el pasaje de las ocho bienaventuranzas recogidas en el sermón de la Montaña, no podemos olvidar que el eco de estas palabras de salvación, pronunciadas un día en Galilea, llegó pronto hasta acá. Los autores del Antiguo Testamento se referían a menudo en sus escritos a los montes del Líbano y del Hermón, que veían en el horizonte. Así pues, el Líbano es un país bíblico. Dado que se encontraba muy cerca de los lugares donde Jesús cumplió su misión, fue uno de los primeros en recibir la buena nueva. La buena nueva que vuestros antepasados recibieron directamente del Salvador.

Ciertamente, vuestros antepasados conocieron, mediante la predicación apostólica, y en particular a través de las misiones de san Pablo, la historia de la salvación, los acontecimientos que se sucedieron desde el domingo de Ramos hasta el domingo de Pascua, pasando por el Viernes santo. Cristo fue crucificado y colocado en la tumba, pero resucitó al tercer día. El misterio pascual de Jesucristo constituye el centro mismo de la historia de la salvación, como lo manifiesta muy bien, durante la misa, la aclamación paulina después de la consagración: «Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección; ¡ven, Señor Jesús!». Toda la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, espera su venida. Los hijos e hijas del Líbano esperan su nueva venida. Todos vivimos el Adviento de los últimos tiempos de la historia y todos tratamos de preparar la venida de Cristo y construir el reino de Dios que él anunció.

4. La primera lectura de esta liturgia, tomada de los Hechos de los Apóstoles, nos recuerda el período que siguió a la Ascensión de Cristo al cielo, cuando los Apóstoles, siguiendo su recomendación, volvieron al cenáculo y allí permanecieron en oración, en compañía de la Madre de Jesús y los hermanos y hermanas de la comunidad primitiva, que fue el primer núcleo de la Iglesia (cf. Hch 1, 12-14). Cada año, después de la Ascensión, la Iglesia revive esta primera novena, la novena al Espíritu Santo. Los Apóstoles, reunidos en el cenáculo con la Madre de Cristo, oran para que se cumpla la promesa que les hizo Cristo resucitado: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). Esa primera novena apostólica al Espíritu Santo es el modelo de lo que hace la Iglesia todos los años.
La Iglesia ora así: «Veni, Creator Spiritus! ».

«Ven, Espíritu creador, visita nuestra mente, llena de tu gracia los corazones que has creado...».
Repito con emoción esta oración de la Iglesia universal juntamente con vosotros, queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas del Líbano. Estamos seguros: el Espíritu Santo renovará la faz de vuestra tierra, renovará la paz en la tierra.

5. En la carta que leemos hoy, san Pedro escribe: «Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis, alborozados, en la revelación de su gloria. Dichosos vosotros, si os ultrajan por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros» (1 P 4, 13-14).

A menudo se ha hablado del «Líbano mártir», sobre todo durante el período de la guerra que azotó vuestro país más de diez años. En este marco histórico, las palabras de san Pedro pueden aplicarse muy bien a todos los que han sufrido en esta tierra libanesa. El Apóstol escribe: «Alegraosen la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo» porque el Espíritu de Dios reposa en vosotros, y es el Espíritu de gloria (cf. ib.). No olvido que nos hallamos reunidos en las cercanías del centro histórico de Beirut, la plaza de los Mártires; pero vosotros la habéis llamado también plaza de la Libertad y plaza de la Unidad. Estoy seguro de que los sufrimientos de los años pasados no serán inútiles, sino que fortalecerán vuestra libertad y vuestra unidad.
Hoy la palabra de Jesús inspira nuestra oración. Oramos para que los que lloran sean consolados; para que los misericordiosos alcancen misericordia (cf. Mt 5, 5.7); para que, recibiendo el perdón del Padre, todos acepten a su vez perdonar las ofensas. Oramos para que los hijos e hijas de esta tierra sientan la felicidad de ser artífices de paz y sean llamados hijos de Dios (cf. Mt 5, 9). Si, mediante el sufrimiento, participamos en la pasión de Cristo, tendremos también parte en su gloria.

6. El Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo, es un Espíritu de gloria. Oremos hoy para que esta gloria divina envuelva a todos los que en tierra libanesa experimentan el sufrimiento. Oremos para que se transforme en germen de fuerza espiritual para todos vosotros, para la Iglesia y para la nación, a fin de que el Líbano pueda desempeñar su misión en Oriente Medio, entre las naciones vecinas y con todas las naciones del mundo.

¡Espíritu de Dios, infunde tu luz y tu amor en los corazones, para llevar a cumplimiento la reconciliación entre las personas, en el seno de las familias, entre los vecinos, en las ciudades y en las aldeas, y dentro de las instituciones de la sociedad civil!

¡Espíritu de Dios, que tu fuerza reúna a todos los hijos de esta tierra, para que caminen juntos con valentía y tenacidad por la senda de la paz y la convivencia, respetando la dignidad y la libertad de las demás personas, con vistas al pleno desarrollo de cada uno y al bien de todo el país!

¡Espíritu de Dios, concede a las familias libanesas que desarrollen los dones de gracia del matrimonio! ¡Concede a los jóvenes que formen su personalidad con confianza y que tomen conciencia de sus responsabilidades en la Iglesia y en la ciudad!

¡Espíritu de Dios, haz que los fieles del Líbano consoliden la unidad de cada una de las Iglesias patriarcales y de toda la Iglesia católica que está en el Líbano! ¡Ayúdales a dar nuevos pasos por el camino de la plena unidad de todos los que han recibido el don de la fe en Cristo Salvador!

¡Espíritu de Dios, tú que eres llamado «Consolador, manantial vivo, fuego y caridad », manifiesta en este pueblo los frutos que se esperan de la Asamblea sinodal!

¡Espíritu de luz y amor, sé para los hijos e hijas del Líbano manantial de fuerza, de fuerza espiritual, especialmente en esta hora, en el umbral del tercer milenio cristiano! ¡Ven Espíritu de Dios! ¡Ven Espíritu Santo! Amén.

sábado, 10 de mayo de 1997

VIAJE APOSTÓLICO A BEIRUT
ENCUENTRO CON LOS JÓVENES EN EL SANTUARIO DE HARISA
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Sábado 10 de mayo de 1997

Queridos jóvenes del Líbano:
1. Me alegra particularmente encontrarme con vosotros esta tarde, durante mi viaje apostólico a vuestro país. Ante todo doy gracias al cardenal Nasrallah Pierre Sfeir, patriarca de Antioquía de los maronitas, por sus palabras de bienvenida, así como a monseñor Habib Bacha, presidente de la comisión episcopal para el apostolado de los laicos, por haberme presentado a la juventud del Líbano.

Queridos jóvenes, os agradezco las palabras que, a través de vuestros representantes, me vais a dirigir con franqueza y confianza. Comprendo las aspiraciones que os animan y vuestra impaciencia frente a la situación diaria que os parece difícil de cambiar. Descubro así los rostros de chicos y chicas que, con todo el ardor y el impulso de su juventud, tienen el profundo anhelo de mirar hacia el porvenir, pidiendo al Señor que les dé fuerza y valentía, que les comunique su amor y su esperanza, como vamos a implorar en la plegaria inicial de nuestra celebración. Constantemente, en los últimos años, os he sostenido con la oración, suplicando a Cristo que os asista en vuestro camino hacia la paz y en vuestra vida personal y social.

2. Vamos a escuchar el relato evangélico de los discípulos de Emaús. Su experiencia puede ayudaros, porque se asemeja a la de cada uno de vosotros. Entristecidos por los acontecimientos de la Semana santa, desorientados por la muerte de Jesús y defraudados por no poder realizar sus expectativas, los dos discípulos deciden abandonar Jerusalén el día de Pascua y volver a su aldea. La esperanza que había suscitado Cristo durante los tres años vividos con él en Tierra santa parecía haberse desvanecido con su muerte. Y sin embargo, mientras recorren ese camino, los peregrinos de Emaús recuerdan el mensaje del Señor, un mensaje de amor y de caridad fraterna, un mensaje de esperanza y de salvación. Conservan en su corazón el recuerdo de los hechos y los gestos que realizó durante su vida pública, desde las orillas del Jordán hasta el Gólgota, pasando por Tiro y Sidón.

Ambos se acuerdan de las palabras y los encuentros con el Señor, que manifestaba su ternura, su compasión y su amor hacia todo ser humano. Todos quedaban impresionados por su enseñanza y su bondad. Cristo sabía captar, por encima de la fealdad del pecado, la belleza interior del ser creado a imagen de Dios. Sabía percibir el deseo profundo de verdad y la sed de felicidad que anidan en el alma de toda persona. Con su mirada, con su mano extendida y su palabra de consuelo, Jesús llamaba a cada uno a levantarse después de haber caído, porque cada persona tiene un valor que supera lo que ha hecho y no hay pecado que no pueda ser perdonado. Así, recordando todo esto, los discípulos comienzan a meditar la buena nueva que trajo el Mesías.
Mientras los discípulos, a lo largo del camino de Emaús, reflexionan en la persona de Cristo, en su palabra y en su vida, el Resucitado mismo se les acerca y les revela la profundidad de las Escrituras, ayudándoles a descubrir el plan de Dios. Los acontecimientos de Jerusalén —la muerte en la cruz y la resurrección— traen la salvación a todo hombre. La muerte es vencida, el camino de la vida eterna queda definitivamente abierto. Pero los dos hombres no reconocen aún al Señor. Su corazón está ofuscado y turbado. Sólo al final del camino, cuando Jesús parte el pan, cuando repite el gesto de la Cena, memorial de su sacrificio, sus ojos se abren para aceptar la verdad: Jesús ha resucitado y los precede por los caminos del mundo. La esperanza no ha muerto. De inmediato, vuelven a Jerusalén a anunciar la buena nueva. Con la seguridad de estas promesas, también nosotros sabemos que Cristo está vivo y realmente presente en medio de sus hermanos, todos los días y hasta el final de los tiempos.

3. Cristo recorre sin cesar este camino de Emaús, este camino sinodal con su Iglesia. En efecto, la palabra sínodo significa caminar juntos. Cristo ha recorrido este camino junto con los pastores de la Iglesia católica del Líbano, durante la Asamblea especial que se celebró en Roma en noviembre y diciembre de 1995. Queridos jóvenes, quiere volver a recorrerlo también con vosotros. Porque el Sínodo de los obispos para el Líbano se realizó por vosotros: el futuro sois vosotros. Cuando cumplís vuestros quehaceres diarios, en el estudio o en el trabajo; cuando servís a vuestros hermanos; cuando compartís las dudas y las esperanzas; cuando meditáis la Escritura, solos o en la comunidad; cuando participáis en la Eucaristía, Cristo se acerca a vosotros, camina a vuestro lado: él es vuestra fuerza, vuestro alimento y vuestra luz.

Queridos jóvenes, en vuestra vida diaria, no tengáis miedo de que Cristo se os acerque, como hizo con los discípulos de Emaús. En la vida personal, en la vida eclesial, el Señor os acompaña e infunde en vosotros su esperanza. Cristo confía en vosotros, en que seáis responsables de vuestra existencia y de la de vuestros hermanos y hermanas, del futuro de la Iglesia en el Líbano y del futuro de vuestro país. Viva la paz. Hoy y mañana, Jesús os invita a dejar vuestros senderos para seguirlo a él, unidos con todos los fieles de la Iglesia católica y con todo el pueblo libanés.

4. Entonces, ¿aceptáis seguir a Cristo? Si aceptáis seguir a Cristo y dejaros conquistar por él, os mostrará que el misterio de su muerte y resurrección es la clave de lectura, por excelencia, de la vida cristiana y de la vida humana. En efecto, en toda existencia hay tiempos en que Dios parece guardar silencio, como en la noche del Jueves santo; tiempos de desconcierto, como el día del Viernes santo, en que Dios parece abandonar a los que ama; y tiempos de luz, como el alba de la mañana de Pascua, que vio la victoria definitiva de la vida sobre la muerte. A ejemplo de Cristo, que entregó su vida en manos del Padre, para hacer grandes cosas es preciso que pongáis vuestra confianza en Dios, porque, si contamos únicamente con nosotros mismos, nuestros proyectos ponen de manifiesto con demasiada frecuencia intereses particulares y parciales. Pero todo puede cambiar cuando se cuenta ante todo con el Señor, que viene a transformar, purificar y apaciguar nuestro interior. Los cambios a que aspiráis en vuestra tierra exigen, ante todo y sobre todo, cambios en los corazones.

5. En realidad, a vosotros corresponde hacer que caigan los muros que hayan podido surgir durante los dolorosos períodos de la historia de vuestra nación; no levantéis nuevos muros en vuestro país. Al contrario, debéis construir puentes entre las personas, entre las familias y entre las diversas comunidades. Espero que en la vida diaria realicéis gestos de reconciliación, para pasar de la desconfianza a la confianza. También debéis hacer que cada libanés, en especial cada joven, pueda participar en la vida social, en la casa común. Así nacerá una nueva fraternidad y se crearán sólidos vínculos, pues el arma principal y decisiva para la construcción del Líbano es el amor. Si acudís a la intimidad con el Señor, manantial del amor y de la paz, seréis también vosotros artífices de paz y de amor. Como dice Cristo, en esto nos reconocerán como sus discípulos.

La riqueza del Líbano sois vosotros, que tenéis sed de paz y fraternidad, y que anheláis comprometeros cada día en favor de esta tierra a la que estáis profundamente vinculados. Con vuestros padres, vuestros educadores y todos los adultos que tienen responsabilidades sociales y eclesiales, estáis llamados a preparar el Líbano del futuro, para hacer de él un pueblo unido, con su diversidad cultural y espiritual. El Líbano es una herencia llena de promesas. Esforzaos por adquirir una sólida educación cívica y moral, para ser plenamente conscientes de vuestras responsabilidades en la reconstrucción nacional. Uno de los elementos que contribuyen a la unidad en el seno de una nación es el sentido del diálogo con todos los hermanos, respetando las sensibilidades específicas y las diferentes historias comunitarias. En vez de alejar a las personas unas de otras, esta actitud fundamental de apertura es uno de los elementos morales esenciales de la vida democrática y uno de los instrumentos esenciales del desarrollo de la solidaridad, para rehacer el entramado social y para dar nuevo impulso a la vida nacional.

6. Para manifestaros mi estima y mi confianza, dentro de algunos instantes, al final de la homilía, firmaré ante vosotros la exhortación apostólica postsinodal. Con vuestras reflexiones habéis dado una notable contribución a la preparación de la Asamblea, en la que habéis sido representados y escuchados. Hoy, yo os escojo como testigos privilegiados y como depositarios del mensaje de renovación que necesitan la Iglesia y vuestro país. Os exhorto a tomar con empeño parte activa en la aplicación de las orientaciones de la Asamblea sinodal. Con los patriarcas y los obispos, pastores de la grey; con los sacerdotes, los religiosos y las religiosas; y con todo el pueblo cristiano, tenéis la misión de ser testigos del Resucitado con las palabras y con toda vuestra vida. En la comunidad cristiana cada uno de vosotros está llamado a asumir una parte de responsabilidad. Escuchando a Cristo que os llama y que quiere garantizar el éxito de vuestra existencia, responderéis a vuestra vocación particular, en el sacerdocio, en la vida consagrada o en el matrimonio. En cualquier estado de vida, comprometerse a seguir al Señor es fuente de gran alegría.

La iglesia en que nos encontramos está situada en la cima del monte: la pueden contemplar fácilmente los habitantes de Beirut y de la región, y los visitantes que llegan a vuestra tierra. Del mismo modo, ¡ojalá que también vuestro testimonio sea para vuestros amigos un ejemplo luminoso! No olvidéis vuestra identidad cristiana y vuestra condición de discípulos del Señor. Es vuestra gloria, es vuestra esperanza y es vuestra misión. Recibid la Exhortación como un don que la Iglesia universal hace a la Iglesia que está en el Líbano y a vuestro país, con la certeza de que vuestro dinamismo y vuestra valentía darán lugar a transformaciones profundas en vosotros y en la sociedad entera. Tened fe y esperanza en Cristo. Con él no quedaréis defraudados.

7. Pidamos a la Virgen María, Nuestra Señora del Líbano, que vele por vuestro país y por sus habitantes, y que os asista con su ternura maternal, para que seáis los dignos herederos de los santos de vuestra tierra. Así contribuiréis a hacer que vuelva a florecer el Líbano, país que forma parte de los santos lugares que Dios ama, porque vino a poner aquí su morada y a recordarnos que debemos construir la ciudad terrena con la mirada puesta en los valores del Reino.

VIAJE APOSTÓLICO A BEIRUT
CEREMONIA DE BIENVENIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Aeropuerto internacional de Beirut
Sábado 10 de mayo de 1997

Señor presidente; 
señor cardenal; 
beatitudes, excelencias; 
señoras y señores:

1. Agradezco, ante todo, al señor presidente de la República las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los libaneses y, particularmente, la acogida que me ha dispensado en esta memorable circunstancia.

Asimismo, expreso mi gratitud a las máximas autoridades del Estado, y en particular al señor presidente del Parlamento y al señor presidente del Consejo de ministros. Doy las gracias por su calurosa acogida a los patriarcas y a los obispos católicos, así como a los demás líderes religiosos cristianos, musulmanes y drusos, a las autoridades civiles y militares, y a todos los amigos libaneses. Saludo a los hijos e hijas de esta tierra que han querido participar en esta ceremonia a través de la radio y la televisión. ¡Que Dios os bendiga!

2. ¡Cómo no recordar, ante todo, la escala que hizo el Papa Pablo VI en Beirut, el 2 de diciembre de 1964, mientras se dirigía a Bombay! De ese modo manifestaba su particular solicitud hacia el Líbano, mostrando que la Santa Sede estima y ama esta tierra y a sus habitantes. Hoy, con gran emoción, beso la tierra libanesa en señal de amistad y respeto. Vengo a vuestra casa, queridos libaneses, como un amigo que acude a visitar a un pueblo al que quiere sostener en su camino diario. Como amigo del Líbano, vengo a alentar a los hijos e hijas de esta tierra de acogida, de este país de antigua tradición espiritual y cultural, deseoso de independencia y libertad. En el umbral del tercer milenio, el Líbano, aun conservando sus riquezas específicas y su propia identidad, debe estar dispuesto a abrirse a las nuevas realidades de la sociedad moderna y a ocupar el lugar que le corresponde en el concierto de las naciones.

3. Durante los años de la guerra, juntamente con toda la Iglesia, seguí atentamente los momentos difíciles que atravesó el pueblo libanés y me uní con la oración a los sufrimientos que soportaba. En numerosas ocasiones, desde el inicio de mi pontificado, invité a la comunidad internacional a ayudar a los libaneses a recuperar la paz, dentro de un territorio nacional reconocido y respetado por todos, y a favorecer la reconstrucción de una sociedad de justicia y fraternidad. Juzgando desde una perspectiva humana, numerosas personas murieron en vano a causa del conflicto. 
Algunas familias quedaron separadas. Algunos libaneses tuvieron que salir al destierro, lejos de su patria. Personas de cultura y de religión diferentes, que mantenían con sus vecinos muy buenas relaciones, se encontraron separadas e incluso duramente enfrentadas.

Ese período, que felizmente ha pasado, sigue presente en el recuerdo de todos y deja numerosas heridas en los corazones. A pesar de ello, el Líbano está llamado a mirar resueltamente hacia el porvenir, libremente determinado por la opción de sus habitantes. Con este espíritu, quisiera rendir homenaje a los hijos e hijas de esta tierra que, en los períodos difíciles a los que acabo de aludir, han dado ejemplo de solidaridad, fraternidad, perdón y caridad, incluso arriesgando su vida. Rindo homenaje, en particular, a la actitud de numerosas mujeres, entre ellas muchas madres de familia, que han sido promotoras de unidad, educadoras en la paz y en la convivencia, defensoras incansables del diálogo entre los grupos humanos y entre las generaciones.

4. Desde este momento, cada uno está invitado a comprometerse en favor de la paz, la reconciliación y la vida fraterna, realizando por su parte gestos de perdón y trabajando al servicio de la comunidad nacional, para que nunca más la violencia prevalezca sobre el diálogo, el miedo y el desaliento sobre la confianza, y el rencor sobre el amor fraterno.

En este nuevo Líbano, que poco a poco estáis reconstruyendo, es preciso dar un lugar a cada ciudadano, en particular a los que, animados por un legítimo sentimiento patriótico, desean comprometerse en la acción política o en la vida económica. Desde este punto de vista, una condición previa a toda acción efectivamente democrática consiste en el justo equilibrio entre las fuerzas vivas de la nación, según el principio de subsidiariedad, que exige la participación y la responsabilidad de cada uno en las decisiones. Por lo demás, la gestión de la «res publica» se basa en el diálogo y en el entendimiento, no para hacer que prevalezcan intereses particulares o para mantener privilegios, sino para que toda acción sea un servicio a los hermanos, independientemente de las diferencias culturales y religiosas.

5. El 12 de junio de 1991 anuncié la convocación de la Asamblea especial para el Líbano del Sínodo de los obispos. Después de numerosas etapas de reflexión y participación dentro de la Iglesia católica en el Líbano, se reunió en noviembre y diciembre de 1995. Hoy he venido a vosotros para celebrar solemnemente la fase conclusiva de la Asamblea sinodal. Traigo a los católicos, a los cristianos de las demás Iglesias y comunidades eclesiales, y a todos los hombres de buena voluntad, el fruto de los trabajos de los obispos, enriquecido por el diálogo cordial con los delegados fraternos: la exhortación apostólica postsinodal «Una esperanza nueva para el Líbano». Este documento, que firmaré esta tarde ante los jóvenes, no es una conclusión ni una meta del camino emprendido. Al contrario, es una invitación a todos los libaneses a abrir con confianza una página nueva de su historia. Es la contribución de la Iglesia universal a una mayor unidad en la Iglesia católica en el Líbano, a la superación de las divisiones entre las diferentes Iglesias y al desarrollo del país, en el que están llamados a participar todos los libaneses.

6. Al llegar por primera vez a tierra de Líbano, deseo renovarle, señor presidente de la República, mi agradecimiento por su acogida. Formulo fervientes votos para su persona y su misión entre sus compatriotas. A través de usted, dirijo mi saludo cordial a todos los ciudadanos libaneses. Junto con ellos pido por el Líbano, para que sea como lo quiere el Altísimo.


¡Que Dios os bendiga!